Las orejas del conejo

Hace años atrás, los conejos no eran así como los conocemos, tenían las orejas mínimas. Todos estaban felices y conformes con su aspecto, menos Jacinto, que siempre estaba molesto por sus diminutas orejas.
Se sentía insignificante cuando veía su reflejo en las aguas del río.
- Como lamento ser tan pequeño.
Sentado en una gran roca veía pasar a sus amigos el león y el elefante, pensaba:
“no es justo que yo sea un ser tan pequeño y peludo y mis amigos, animales fuertes y grandiosos”.
Él, jugaba y se divertía junto a su amiga Elena, la lechuza a quien siempre le contaba la misma historia,
-Cuanto me gustaría, tener un enorme cuerpo para ser la envidia de muchos animales mientras me paseo orgulloso.
Elena, ya se sentía harta de escuchar siempre la misma queja de Jacinto, y decidió darle una solución a aquel asunto.
-Jacinto me tienes cansada, para mí eres un ser especial y único, así tal cual eres.
-Para que consigas una pronta solución al problema que dices tener, sube a la montaña y habla con el Dios que allí vive, seguro él te va a ayudar.
Jacinto recogió unas pocas cosas y salió hacia la montaña. Llego a la cima y se consiguió a Dios sentado, descansando en una gran silla de madera.
-Hola, ¿Cómo le va mi señor? Disculpe la molestia, necesito que usted me ayude de manera urgente con un problema que tengo.
Dios le respondió:
-Hola, espero que sea algo muy importante.
-El conejo le dijo, he tenido la mala suerte de nacer pequeño y, yo quiero ser un animal majestuoso como un elefante o un tigre.
-Lo que me pides te lo puedo conceder, pero para eso antes del anochecer debes regresar con las pieles de tres animales, la piel de un mono, de una gran serpiente y la de un cocodrilo.
-Está bien, esa tarea la cumpliré, respondió Jacinto.
Bajó la montaña, y al llegar a un claro del bosque, vio que estaban sus amigos el mono, la serpiente y el cocodrilo hablando y tomando el sol mañanero.
Siempre tan astuto y vivo, Jacinto les dijo:
-Amigos necesito de su gran ayuda, el gran Dios de la montaña me prometió que si le llevo sus pieles, me hará mi sueño realidad de ser un animal grande y fuerte.
-¿Me pueden prestar sus pieles por unas horas?
Los tres se miraron a los ojos y como lo querían mucho decidieron ayudarlo, se las quitaron y entraron al lago a darse un chapuzón, mientras Jacinto tomo las pieles, las metió en una bolsa y volvió a la montaña junto al Dios.
Al llegar, consiguió a Dios roncando, ¡Señor, señor!, despierte aquí le traigo lo que me pidió.
Dios despertó con flojera y miró con curiosidad al astuto animal, le dijo:
-Excelente, con esto me demostraste que eres un animal audaz, enérgico y que cumples con las tareas encomendadas.
-¡Me va a ayudar como me prometiste! Le dijo el conejo.
Dios le respondió de manera razonable:
-Vi que eres demasiado listo y que todos tus amigos te quieren, no todos prestan su piel de manera desinteresada. Ya quisieran muchos animales grandes tener tu astucia y valentía.
He decidido, dijo Dios.
-Que no te voy a cumplir tu deseo, ya quisieran los animales grandes tener tu inteligencia y velocidad.
Se agachó frente a Jacinto y le toco las pequeñas orejas, enseguida aumentaron de tamaño y quedaron fuertes y alargadas apuntando hacia el cielo azul.
-Estas orejas te servirán para que oigas de manera fácil y te mantengas alerta ante los peligros del bosque. Si se acerca un enemigo no podrá atraparte tan fácilmente.
-Con este don serás un animal que junto a tu agilidad y astucia, vivirás más tranquilo y feliz.
Jacinto estaba feliz con sus nuevas orejas y ya no se quejó más de su pequeño tamaño.
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